
Stormy siempre ha sido especial. Esta yegua había trabajado tres años con niños discapacitados en un programa de equinoterapia, hasta que el establo donde se ofrecían las sesiones tuvo que sacarla para dejar espacio a caballos más jóvenes. La familia Leonard, de Sulphur, Louisiana, llevaba meses buscando un caballo para su hija, Emma, de nueve años, y la yegua, de 30 años, parecía la compañera perfecta. Pronto, la niña le limaba los cascos, se los pintaba de color rosa encendido y la montaba casi todos los días.
En septiembre de 2010, Emma montó a pelo a Stormy. Su hermano, Liam, de siete años, las acompañaba a pie. Se dirigieron por un camino de tierra, entrecruzado por sendas de venados, que conducía a un bosque de robles y pinos. Emma guiaba a Stormy por una senda estrecha, cubierta de enredaderas y maleza, mientras Liam caminaba detrás. Sin embargo, mientras avanzaban, la yegua, que normalmente era tranquila, se puso nerviosa e inquieta. De pronto, Emma oyó un crujido de hojas secas a sus espaldas.
Cuando se dio vuelta para ver, un jabalí salió de entre la maraña de ramas, gruñendo. Era un animal enorme, con afilados colmillos que le sobresalían del hocico y negras cerdas erizadas en el lomo. Golpeaba el suelo con las pezuñas y resoplaba, a tan solo dos metros de distancia de Liam, y parecía a punto de arremeter.
—¡Corre! —le gritó Emma, pero el niño se quedó paralizado de miedo.
Stormy se dio vuelta, dio algunos pasos y se colocó entre el jabalí y el niño; luego empujó suavemente a Liam con la cabeza hasta apartarlo varios metros. El jabalí se agitó, pero cuando embistió, la yegua ya estaba preparada. Mientras Emma se aferraba a su lomo, Stormy arremetió con las patas traseras y le asestó varias coces al jabalí en el hocico. Soltando gruñidos de dolor, el animal se escabulló en el bosque.
¿Por qué la yegua no se asustó y corrió por instinto? Para su dueña, la respuesta es muy sencilla. “Stormy fue muy valiente —dice Emma—, y me ama tanto como yo a ella”.